Endika Rey
La 21ª edición del Festival de Cine Internacional de Ourense asegura desde las páginas de su catálogo que “si un festival necesita explicarse a sí mismo, nunca podrá hacerlo mejor que a través de su programación. (…) El resto es literatura”. Según los organizadores, todo criterio de selección lleva oculto un “manifiesto”, y es por eso que decidieron bautizar una de las secciones paralelas del festival con ese término. Ayer fue el primer día de programación del certamen gallego (tras la inauguración del viernes con Santoalla) y “Manifestos” arrancó con la proyección del mediometraje La última navidad de Julius de Edmundo Bejarano, una aproximación al poeta Julio Barriga en su destartalada casa de Tarija, al sur de Bolivia. No se trata tanto de una biografía del personaje o un análisis de su trabajo como del escenario actual en que autor y obra conviven. Barriga se remite en varias ocasiones a la cámara (pide no ser grabado mientras fuma su “medicación”), y el director se pone al servició del protagonista, un exhibicionista. La cinta no hace alardes de puesta en escena –es casi hasta feísta–, con lo que el manifiesto, pues, pasa por dejar que el protagonista se muestre con total libertad de movimiento, y que, a su vez, el espectador pueda atisbarlo desde su discurso, sin un guía que subraye contundentemente los pasos a seguir en esa lectura.
El relato también está colmado de claves de interpretación. Una de ellas viene del propio poeta, que habla en un momento de una cinta experimental donde, durante noventa minutos, la cámara sigue al jugador de fútbol argentino “Lobo” Fischer en un partido “aburridísimo” (entran las dudas sobre si el poeta en realidad se refiere al Zidane de Douglas Gordon). De algún modo, La última navidad de Julius es eso: un acercamiento a una rutina donde no hay grandes goles, sino la huella de una multitud de jugadas pasadas. Otra de las claves vendría de la obsesión del poeta por Borges (también presente ayer en Ourense con la proyección de Invasión, coescrita por el argentino, en el Foco dedicado a Hugo Santiago), al que cita continuamente y al que también le atribuye declaraciones. Barriga no tiene reparos en inventarse la frase que más se acomode a su discurso ni en robar material de otros compañeros escritores. La poesía, parece decir, no son más que palabras que se refieren a otras palabras. Un ejercicio de invención continua donde la creación definitiva es la de la propia personalidad del poeta.
En esta primera parte del mediometraje, acompañamos a Barriga al cementerio donde habla de una de sus obsesiones: la muerte del escritor a través de sus versos (“has muerto tantas veces en la espera, fallido asesino de ti mismo…”). Inmediatamente después vemos cómo el anciano demuestra una inusitada energía y aptitudes físicas escalando árboles y haciendo ejercicios gimnásticos en el parque escapando así de su propia muerte anunciada. Barriga pasea, nos enseña los borradores de sus poesías y desnuda su torso, literal y figuradamente, ante la cámara de Bejarano. Sus afirmaciones son categóricas (e incluso contradictorias) y remiten en parte a Oleg Karavaychuk, ese otro artista inabarcable al que Andrés Duque se acercó en Oleg y las raras artes. Pero, a diferencia de aquella, aquí llega un momento en que la estructura del filme y del personaje se parte en dos de manera inesperada, en gran parte debido a la aparición de la musa. Julio Barriga comienza a hablar sobre Amy Winehouse (que, en el momento del rodaje, todavía estaba viva) y es ahí donde La última navidad de Julius marca una diferencia fundamental con otros documentales similares ya que la cantante se convertirá desde su primera aparición en el centro ausente de la película.
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Según el poeta, “Amyta” es un ángel travestido con alas de murciélago. Es la imagen del diablo, la misma Lilith, una artista catártica y afónica que hace de la fragilidad su mayor fuerza. Barriga asegura que “Amy nos salva y redime destruyéndose. (…) Mi aspiración en la poesía es conseguir el oído perfecto y ella lo es en el canto”. De nuevo volvemos a Borges y a su oxímoron de la belleza como graciosa torpeza y, en ese sentido, Amy es para el boliviano la perfección en el desfallecimiento. Una vez Winehouse entra en plano, nunca vuelve a salir del mismo. La última navidad de Julius se convierte en una oda en la que el director dedica más de cinco minutos en plano fijo al poeta leyendo un texto loando a la cantante y describiendo todos aquellos conciertos en que la británica demostraba ese desfallecimiento donde el trago ya se le empezaba a salir por los ojos. Cuando Barriga, visiblemente afectado por las drogas, se pierde bailando la canción de su vida (“Back to black”) en una de sus fiestas, se abstrae de la cámara, se tapa los ojos con las manos y entra en un trance en el que asegura que “esto se llama sublimación, Dr. Freud”. La obsesión de Barriga por Winehouse no es tanto la de un fan como la de alguien que intuye en sus canciones el frágil equilibrio entre la vida y la muerte de la compositora y, por ende, del escritor como ente genérico. Poco antes, al visitar la tumba del también poeta Roberto Echazú, Barriga aseguraba que “puso todo su empeño e interés en morirse. La muerte del poeta era un ómnibus al que todos querían subirse”. De algún modo su fijación con Winehouse remite a lo mismo: a la anticipación y vaticinio del fin en los versos.
En este sentido, la película de Bejarano nos omite una secuencia que se antoja imprescindible. Las cartelas finales de la cinta hablan del momento en que Barriga se enteró de la muerte de la cantante y, destrozado, se introdujo en una espiral de autodestrucción a través de las drogas y la bebida siguiendo una de sus máximas que asegura que nunca los muertos estuvieron tan indóciles. Ese colofón, inexistente en imágenes, habría tal vez dotado de un cierre perfecto a una obra que hasta el momento no había dejado de hablar, tanto de manera explícita como entre líneas, de la muerte del poeta como potenciador del arte. En cualquier caso, La última navidad de Julius cuenta con un motivo final extremadamente potente: un póster de la cantante ocupa ahora una de las paredes de la casa de Barriga y él pone rosas ante el mismo, convirtiendo a Amy ya definitivamente en la santa que guiará sus últimos pasos en este mundo.
La casualidad ha querido que mientas escribía este texto en la terraza de un bar en mitad del centro de Ourense, ciudad donde todo el mundo es amable y las campanas de la catedral siempre repican al fondo, un poeta local, con ojos de no haber dormido, haya venido a declamarme una de sus poesías. Uno de sus versos aseguraba precisamente que “cuando piensas que ya sabes todo sobre el arte es cuando ya estás irremediablemente muerto”. No he podido resistirme a preguntarle qué opinaba sobre Winehouse como creadora, y ha insistido en que para la cantante, como para Allen Ginsberg, el gran tabú era la vida. “La droga no es para mirar al techo. Ellos, o Antonio Vega, son el ejemplo de la impotencia de la poesía respecto a la vida y de vivir respecto a la escritura”. No estoy del todo seguro del significado de sus palabras pero me ha parecido que, de algún modo, han funcionado como el epílogo perfecto para la cinta. Como si fuesen un añadido improvisado del “Manifiesto” del festival: parte de esa programación inesperada que no necesita explicarse a sí misma porque el hecho de estar ya es el de ser. Ha sido un instante bonito y, como decía Borges, “la belleza es ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica”. El resto, supongo, es literatura.